martes, 17 de marzo de 2020

LA GÁRGOLA: LA MÁSCARA DE BAPHOMET


«Violo la historia, es cierto. Pero le hago bellas criaturas».
-Alejandro Dumas.
18 de marzo de 1314.
La Catedral de Notre Dame se encontraba en la isla de la Cité, en medio del rio Sena. Era el corazón de la ciudad de Paris y en la antigüedad había sido un lugar de culto tanto para los celtas como para los romanos. Lo que se iba hacer aquella noche no tenía nada de sagrado.
Jacques Bernard de Molay, último Gran Maestre de la Orden del Temple el cual llego a entrar en Tierra Santa en 1298, iba a ser condenado a la hoguera acusado de sodomía, simonía, herejía e idolatría. Cargos que había confesado, bajo tortura, claro está. En realidad aquella ejecución estaba movida por algo más prosaico que por cuestiones de fe y moral, el vil metal. Todos los templarios hacían voto de pobreza, siendo todas sus posesiones en realidad propiedad de la Orden, pero controlaba las rutas de peregrinación y el mercado de reliquias, así como hacían préstamos a nobles y reyes. Como organización los caballeros templarios era los más ricos de toda la Cristiandad y como en caso de herejía el acusador podía hacerse con los bienes del acusado, Felipe IV de Francia y el Papa Clemente V vieron la oportunidad deshacerse de la Orden una vez que Jacques de Molay se negó a participar en el proyecto Rex Bellator, propuesto por Raimon Llull y que pretendía unificar todas las órdenes militares. De una forma u otra, la Orden del Temple estaba condenada a desaparecer.
Jacques se había retractado de su confesión, y por eso mismo iba a hacer en la hoguera. Era un hombre obstinado, como todos los cruzados, y prefería la muerte, por horrorosa que fuera, antes que vivir sin honor. Por desgracia Felipe IV y el Papa Clemente estaban dispuestos a concederle ese deseo.
Estaba atado frente a la catedral, a vista de todos, vistiendo solo con un sambenito blanco con una cruz de San Andrés y un capirote ornamentado con formas de demonios. Antes de prender las llamas le preguntaron una vez más si se arrepentía de sus pecados, no para salvarlo del fuego sino para que el verdugo tuviera la compasión de partirle el cuello y no sufrir la agonía de las llamas. Una vez más Jacques de Molay se retractó de su confesión.
Cuenta la leyenda que estaba siendo consumido por las llamas, y con su último aliento, miro a sus acusadores a los ojos con una rabia mayor que el fuego que lo rodeaba y grito:
—Dios sabe quién se equivoca y ha pecado y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!... A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año…



29 de noviembre de 1314.
El otoño en Foutauneblau era una buena época para cazar, no hacia tanto calor como en verano como para salir y la mayoría de animales no estaban tan ocultos como en invierno. La caza era una actividad muy popular entre la nobleza y realeza en Europa, junto a las justas ayudaban a los caballeros mantenerse en forma y practicar la equitación, y en ese caso, la puntería y el tiro con arco.
Habían pasado ya ocho meses desde la ejecución de Jacques de Molay, la leyenda de su maldición se había extendido entre el pueblo llano como una mala peste, y la muerte del Papa Clemente V un mes después no ayudaba. Pero Felipe IV de Francia, apodado el Hermoso, no creía en maldiciones y aunque había aceptado la petición de sus nobles de aumentar su seguridad no estaba dispuesto a perderse una buena temporada de caza. Después de toda una mañana cabalgando el monarca paro su caballo, su sequito y escolta se detuvo tras él.
—¿Ocurre algo su alteza? —pregunto uno de sus pajes.
—Llevábamos rastreando desde que salió el sol y todavía no se avistado presa alguna —respondió con tono de frustración.
—A lo mejor —dijo titubeante—, deberíamos volver al campamento.
La mirada que le echo el monarca lo decía todo, estaba claro que no volvería sin una presa. Para él era una cuestión de dignidad, honor y orgullo. Muchas palabras que se resumirían en ego.
—De hecho, volveos todos. No os necesito para cazar una bestia.
—Mi alteza, no creo que sea juicioso dejarle solo en el bosque.

Otra mirada, fue todo lo que necesito Felipe IV para callar definitivamente a aquel paje. El monarca arreo a su caballo el cual galopeo hacia al bosque cual centella, el paje trato de avisarle pero entre la presteza del monarca y que aún no había recuperado su voz tras el susto fue inútil. A su lado paso la escolta avanzando como flechas para seguir a su rey. El paje se quedó solo con su caballo sin saber si seguir adelante o volver al campamento. Bien sabía que su señor no toleraba a los cobardes pero algo muy dentro de él le decía «huye». Había algo en aire, en aquel sepulcral silencio, lo sabía pero no sabía el qué. Miro a su alrededor tratando de averiguar el origen de aquella desazón y entre los fríos árboles vio una sombra alzarse. Una figura antropomórfica que se antojaba más bestia que humana, no por su forma sino por gesto y postura, y cuya testa se encontraba coronada por dos enormes cuernos. El joven paje se quedó paralizado de terror al ver surgir de los infiernos al mismísimo Satanas. No dispuso a su montura a galopar hasta aquel endriago volvió su rostros hacia él, cabalgo como alma lleva al Diablo —nunca mejor dicho— hasta llegar al campamento. Cuando el resto de sirvientes que custodiaban el lugar le preguntaron que había ocurrido fue incapaz de decirlo, era incapaz de decir nada. El demonio le había robado la voz del susto.



Felipe seguía cabalgando en mitad del bosque, tras de sí escuchaba los cascos de los caballos de sus guardaespaldas. Sabía que aunque les ordenase que se marchasen no le iban a dejar solo, pero nada le impedía tratar de burlarlos. Si no iba a conseguir una res de caza al menos echaría una buena carrera. Más tarde le volvería a tocar gobernar, tratar asuntos de estado entre nobles y clérigos, ahora quería divertirse un poco. En su política expansionista había conseguido controlar las regiones de habla francesa al este del río Saona y el reino hispano de Navarra gracias a su matrimonio con Juana I, hija de Enrique I y Blanca de Artois. Además, para asegurar la estabilidad de su reino, había conseguido casar a sus hijos Luis, Felipe, Isabel y Carlos; su hijo Roberto, el más pequeño, había fallecido unos años atrás en flore adolescentiæ suæ imposibilitando otra alianza ya que no pudo realizarse la boda concertada que tenía desde los nueve años con Constanza de Sicilia. Aunque el arreglo político era lo que menos le dolía de toda aquella desgracia. Para el ir de caza era una forma de olvidar todo aquello, cuando estaba de caza se volvía a sentir como un niño y podía olvidarse de la política, del precio del poder, del dolor y la perdida.
Unos meses antes había ocurrido el escándalo de la torre de Nesle, el casi destruía todos sus esfuerzos en cuanto política externa se refería. Su hija Isabel, estando de visita junto a su marido Eduardo II de Inglaterra, había denunciado el adulterio de sus cuñadas con dos caballeros normandos: los hermanos Gautier y Philippe d´Aunay. Felipe IV mando investigar a los presuntos y más tarde los hizo apresar y torturar hasta que confesaran sus crímenes, como anteriormente había hecho con el último Gran Maestre Templario. Una vez confesaron los ordeno castrar, degollar y decapitar; no recordaba muy bien en qué orden. La brutalidad de su castigo se debía no solo a la deslealtad a la corona sino al peligro en el que habían puesto a su línea sucesora. Sus nueras, en cambio fueron rapadas en público como castigo y Margarita de Borgoña, esposa de su hijo Luis, fue encerrada en lo alto de una torre en la que aun seguía. Había sido todo un asunto muy turbio y tuvo que actuar con celeridad y contundencia, había dejado una enorme mancha en su familia y su hija Isabel, por todo esto, se había ganado el apodo en Inglaterra de la Loba de Francia.
Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando dejo de escuchar el galopar de su escolta, cabalgo buscando soledad y la había encontrado. Se encontró solo con su caballo rodeado de viejos árboles, él había nacido allí y desde niño había sentido que aquel bosque le llamaba. Una vieja criada le contaba antiguas historias de terror para alejarle de aquellos bosques, le contaba como antaño viejos druidas hacían sacrificios humanos a dioses astados, que actualmente son el rostro de Belcebú, las noches de luna llena y que sus por sus pecados sus almas seguían allí adoptando formas de animales dispuestos a acechar a todo aquel buen cristiano que se adentrara sin protección en los bosques. Cuentos de viejas que con el tiempo aprendió a ignorar y hasta olvidar, pero en aquel momento y durante un instante Felipe IV de Francia y I de Navarra, aquel apodado el Hermoso, había vuelto a ser aquel niño que atemorizaban con relatos de brujos y loup garous.
No supo en que momento su mano fue a parar al crucifijo que llevaba colgado del cuello. Fue un acto reflejo, un tic nervioso nacido de un mecanismo de defensa nacido de su educación cristiana y los cuentos de terror que le contaron de pequeño. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho se rio de la idea de volviese a creer en historias de fantasmas y volvió a llevar su mano a las riendas del caballo.
En ese momento, vio una sombra entre los árboles. Una figura oscura con cornamenta de alce. Una presa. Agarro con fuerza las riendas y azoto a su caballo para que rompiera a galopar, raudo cual centella marcho hacia la dirección donde había oteado a la figura de astada testa. Cuando estaba a cerca de donde vio a la criatura una cuerda se estiro entre el forraje del bosque haciendo que el caballo tropezara y volcara. Felipe IV vio el cielo y suelo dos veces antes de tocar la tierra, lo siguiente que vio fue su caballo incorporarse y marcharse asustado tras la caída. Su vista estaba nublada por el golpe, y pronto empezó a teñirse de rojo debido a una brecha que se había hecho en la frente, pero aun así pudo ver la sombra que se cernía sobre él.
Salvo por la cornamenta la figura frente a él era humana, le agarro por los hombros y lo levanto. Felipe llevo su mano hacia el mango de su espada pero, no sabía decir si por la conmoción que sufrió o porque aquel ser le ganara en reflejos, su captor le agarro el brazo por la muñeca y se lo retorció antes de que pudiera desenvainar su arma. Lo siguiente que hizo fue agarrar al monarca del cuello y empujarlo hasta un árbol, Felipe se sorprendió de la fuerza desmesurada que aparentemente tenía su atacante.
—Por favor… —suplico el rey de Francia y Navarra con el poco aliento que podía sacar de su cuello—soy el hombre más rico y poderoso de Francia, si me perdonas la vida no tendrás que trabajar más.
Poco a poco su vista se fue focalizando más y pudo distinguir las facciones de su agresor, era una máscara. Un rostro demoniaco, similar al del Baphomet al que supuestamente adoraban los templarios. Si aquello no era suficiente para helar la sangre del monarca la frase que acto seguido pronuncio el enmascarado fue el último clavo que le dio a comprender a Felipe IV que su destino estaba sellado.
Non nobis, Domine, non nobis. Sed Nomini Tuo Da Gloriam[1].
Ese era el lema de los caballeros templarios, a cuyo último Gran Maestre había condenado a la hoguera meses atrás y el cual dedico sus últimas palabras y aliento a maldecir al papa Clemente V y a él. Felipe recordó que había sido el mismo quien puso la Sede Papal en Aviñón para tener al Sumo Pontífice más controlado, pero había subestimado a la Orden del Temple y a su poder en la sombra. Sin duda la muerte de Clemente no había sido causal y tampoco lo iba a ser la suya.
—No, no, no, lo siento… —no pudo decir más, pues aquel enmascarado le tapó la boca y acto seguido empezó a darle cabezazos como si de un macho cabrío se tratara. Su máscara era dura y tenía varias púas que se incrustaban en el rostro del monarca. Felipe IV tardo un rato en perder el conocimiento por el dolor…


Los caballeros que escoltaban al rey tardaron un rato encontrarlo, lo reconocieron por sus ropajes pues su rostro había sido completamente destrozado. Debido a que no había desvainado su espada y que no le habían robado ni la bolsa ni ningún objeto de valor que llevaba encima, pensaron que se trató de una desgraciada caída del caballo. Su cuerpo fue enterrado en la capilla de Saint –Denis, pero durante toda ceremonia fúnebre el cetro permaneció cerrado. Ya no se le podía llamar el Hermoso.
Aunque nadie lo supiera, esa fue la primera aparición de La Gárgola…


[1] En latín ‘No a nosotros, Señor, no a nosotros. Sino a Tu nombre sea dada la gloria’.

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