«Violo la
historia, es cierto. Pero le hago bellas criaturas».
-Alejandro Dumas.
18 de marzo de 1314.
La Catedral de
Notre Dame se encontraba en la isla de la Cité, en medio del rio Sena. Era el
corazón de la ciudad de Paris y en la antigüedad había sido un lugar de culto
tanto para los celtas como para los romanos. Lo que se iba hacer aquella noche
no tenía nada de sagrado.
Jacques
Bernard de Molay, último Gran Maestre de la Orden del Temple el cual llego a
entrar en Tierra Santa en 1298, iba a ser condenado a la hoguera acusado de
sodomía, simonía, herejía e idolatría. Cargos que había confesado, bajo
tortura, claro está. En realidad aquella ejecución estaba movida por algo más
prosaico que por cuestiones de fe y moral, el vil metal. Todos los templarios
hacían voto de pobreza, siendo todas sus posesiones en realidad propiedad de la
Orden, pero controlaba las rutas de peregrinación y el mercado de reliquias,
así como hacían préstamos a nobles y reyes. Como organización los caballeros
templarios era los más ricos de toda la Cristiandad y como en caso de herejía
el acusador podía hacerse con los bienes del acusado, Felipe IV de Francia y el
Papa Clemente V vieron la oportunidad deshacerse de la Orden una vez que
Jacques de Molay se negó a participar en el proyecto Rex Bellator, propuesto por Raimon Llull y que pretendía unificar
todas las órdenes militares. De una forma u otra, la Orden del Temple estaba
condenada a desaparecer.
Jacques
se había retractado de su confesión, y por eso mismo iba a hacer en la hoguera.
Era un hombre obstinado, como todos los cruzados, y prefería la muerte, por
horrorosa que fuera, antes que vivir sin honor. Por desgracia Felipe IV y el
Papa Clemente estaban dispuestos a concederle ese deseo.
Estaba
atado frente a la catedral, a vista de todos, vistiendo solo con un sambenito
blanco con una cruz de San Andrés y un capirote ornamentado con formas de
demonios. Antes de prender las llamas le preguntaron una vez más si se
arrepentía de sus pecados, no para salvarlo del fuego sino para que el verdugo
tuviera la compasión de partirle el cuello y no sufrir la agonía de las llamas.
Una vez más Jacques de Molay se retractó de su confesión.
Cuenta
la leyenda que estaba siendo consumido por las llamas, y con su último aliento,
miro a sus acusadores a los ojos con una rabia mayor que el fuego que lo
rodeaba y grito:
—Dios
sabe quién se equivoca y ha pecado y la desgracia se abatirá pronto sobre
aquellos que nos han condenado sin razón. Dios vengará nuestra muerte. Señor,
sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a
sufrir Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo
a los dos ante el Tribunal de Dios!... A ti, Clemente, antes de cuarenta días,
y a ti, Felipe, dentro de este año…
29 de noviembre de 1314.
El otoño en
Foutauneblau era una buena época para cazar, no hacia tanto calor como en
verano como para salir y la mayoría de animales no estaban tan ocultos como en
invierno. La caza era una actividad muy popular entre la nobleza y realeza en
Europa, junto a las justas ayudaban a los caballeros mantenerse en forma y
practicar la equitación, y en ese caso, la puntería y el tiro con arco.
Habían
pasado ya ocho meses desde la ejecución de Jacques de Molay, la leyenda de su
maldición se había extendido entre el pueblo llano como una mala peste, y la
muerte del Papa Clemente V un mes después no ayudaba. Pero Felipe IV de
Francia, apodado el Hermoso, no creía
en maldiciones y aunque había aceptado la petición de sus nobles de aumentar su
seguridad no estaba dispuesto a perderse una buena temporada de caza. Después
de toda una mañana cabalgando el monarca paro su caballo, su sequito y escolta
se detuvo tras él.
—¿Ocurre
algo su alteza? —pregunto uno de sus pajes.
—Llevábamos
rastreando desde que salió el sol y todavía no se avistado presa alguna —respondió
con tono de frustración.
—A lo
mejor —dijo titubeante—, deberíamos volver al campamento.
La
mirada que le echo el monarca lo decía todo, estaba claro que no volvería sin
una presa. Para él era una cuestión de dignidad, honor y orgullo. Muchas
palabras que se resumirían en ego.
—De
hecho, volveos todos. No os necesito para cazar una bestia.
—Mi
alteza, no creo que sea juicioso dejarle solo en el bosque.
Otra
mirada, fue todo lo que necesito Felipe IV para callar definitivamente a aquel
paje. El monarca arreo a su caballo el cual galopeo hacia al bosque cual centella,
el paje trato de avisarle pero entre la presteza del monarca y que aún no había
recuperado su voz tras el susto fue inútil. A su lado paso la escolta avanzando
como flechas para seguir a su rey. El paje se quedó solo con su caballo sin
saber si seguir adelante o volver al campamento. Bien sabía que su señor no
toleraba a los cobardes pero algo muy dentro de él le decía «huye». Había algo en aire,
en aquel sepulcral silencio, lo sabía pero no sabía el qué. Miro a su alrededor
tratando de averiguar el origen de aquella desazón y entre los fríos árboles
vio una sombra alzarse. Una figura antropomórfica que se antojaba más bestia
que humana, no por su forma sino por gesto y postura, y cuya testa se encontraba
coronada por dos enormes cuernos. El joven paje se quedó paralizado de terror
al ver surgir de los infiernos al mismísimo Satanas. No dispuso a su montura a
galopar hasta aquel endriago volvió su rostros hacia él, cabalgo como alma
lleva al Diablo —nunca
mejor dicho— hasta llegar al campamento. Cuando el resto de sirvientes que
custodiaban el lugar le preguntaron que había ocurrido fue incapaz de decirlo,
era incapaz de decir nada. El demonio le había robado la voz del susto.
Felipe seguía
cabalgando en mitad del bosque, tras de sí escuchaba los cascos de los caballos
de sus guardaespaldas. Sabía que aunque les ordenase que se marchasen no le
iban a dejar solo, pero nada le impedía tratar de burlarlos. Si no iba a
conseguir una res de caza al menos echaría una buena carrera. Más tarde le
volvería a tocar gobernar, tratar asuntos de estado entre nobles y clérigos,
ahora quería divertirse un poco. En su política expansionista había conseguido
controlar las regiones de habla francesa al este del río Saona y el reino
hispano de Navarra gracias a su matrimonio con Juana I, hija de Enrique I y
Blanca de Artois. Además, para asegurar la estabilidad de su reino, había
conseguido casar a sus hijos Luis, Felipe, Isabel y Carlos; su hijo Roberto, el
más pequeño, había fallecido unos años atrás en flore adolescentiæ suæ imposibilitando otra alianza ya que no pudo
realizarse la boda concertada que tenía desde los nueve años con Constanza de
Sicilia. Aunque el arreglo político era lo que menos le dolía de toda aquella
desgracia. Para el ir de caza era una forma de olvidar todo aquello, cuando
estaba de caza se volvía a sentir como un niño y podía olvidarse de la
política, del precio del poder, del dolor y la perdida.
Unos
meses antes había ocurrido el escándalo de la torre de Nesle, el casi destruía
todos sus esfuerzos en cuanto política externa se refería. Su hija Isabel,
estando de visita junto a su marido Eduardo II de Inglaterra, había denunciado
el adulterio de sus cuñadas con dos caballeros normandos: los hermanos Gautier
y Philippe d´Aunay. Felipe IV mando investigar a los presuntos y más tarde los
hizo apresar y torturar hasta que confesaran sus crímenes, como anteriormente
había hecho con el último Gran Maestre Templario. Una vez confesaron los ordeno
castrar, degollar y decapitar; no recordaba muy bien en qué orden. La
brutalidad de su castigo se debía no solo a la deslealtad a la corona sino al
peligro en el que habían puesto a su línea sucesora. Sus nueras, en cambio
fueron rapadas en público como castigo y Margarita de Borgoña, esposa de su
hijo Luis, fue encerrada en lo alto de una torre en la que aun seguía. Había
sido todo un asunto muy turbio y tuvo que actuar con celeridad y contundencia,
había dejado una enorme mancha en su familia y su hija Isabel, por todo esto,
se había ganado el apodo en Inglaterra de la
Loba de Francia.
Tan
ensimismado estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando dejo de
escuchar el galopar de su escolta, cabalgo buscando soledad y la había
encontrado. Se encontró solo con su caballo rodeado de viejos árboles, él había
nacido allí y desde niño había sentido que aquel bosque le llamaba. Una vieja criada
le contaba antiguas historias de terror para alejarle de aquellos bosques, le
contaba como antaño viejos druidas hacían sacrificios humanos a dioses astados,
que actualmente son el rostro de Belcebú, las noches de luna llena y que sus
por sus pecados sus almas seguían allí adoptando formas de animales dispuestos
a acechar a todo aquel buen cristiano que se adentrara sin protección en los
bosques. Cuentos de viejas que con el tiempo aprendió a ignorar y hasta
olvidar, pero en aquel momento y durante un instante Felipe IV de Francia y I
de Navarra, aquel apodado el Hermoso,
había vuelto a ser aquel niño que atemorizaban con relatos de brujos y loup garous.
No
supo en que momento su mano fue a parar al crucifijo que llevaba colgado del
cuello. Fue un acto reflejo, un tic nervioso nacido de un mecanismo de defensa
nacido de su educación cristiana y los cuentos de terror que le contaron de
pequeño. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho se rio de la idea de
volviese a creer en historias de fantasmas y volvió a llevar su mano a las
riendas del caballo.
En ese
momento, vio una sombra entre los árboles. Una figura oscura con cornamenta de
alce. Una presa. Agarro con fuerza las riendas y azoto a su caballo para que
rompiera a galopar, raudo cual centella marcho hacia la dirección donde había
oteado a la figura de astada testa. Cuando estaba a cerca de donde vio a la
criatura una cuerda se estiro entre el forraje del bosque haciendo que el
caballo tropezara y volcara. Felipe IV vio el cielo y suelo dos veces antes de
tocar la tierra, lo siguiente que vio fue su caballo incorporarse y marcharse
asustado tras la caída. Su vista estaba nublada por el golpe, y pronto empezó a
teñirse de rojo debido a una brecha que se había hecho en la frente, pero aun
así pudo ver la sombra que se cernía sobre él.
Salvo
por la cornamenta la figura frente a él era humana, le agarro por los hombros y
lo levanto. Felipe llevo su mano hacia el mango de su espada pero, no sabía
decir si por la conmoción que sufrió o porque aquel ser le ganara en reflejos,
su captor le agarro el brazo por la muñeca y se lo retorció antes de que
pudiera desenvainar su arma. Lo siguiente que hizo fue agarrar al monarca del
cuello y empujarlo hasta un árbol, Felipe se sorprendió de la fuerza
desmesurada que aparentemente tenía su atacante.
—Por
favor… —suplico el rey de Francia y Navarra con el poco aliento que podía sacar
de su cuello—soy el hombre más rico y poderoso de Francia, si me perdonas la
vida no tendrás que trabajar más.
Poco a
poco su vista se fue focalizando más y pudo distinguir las facciones de su
agresor, era una máscara. Un rostro demoniaco, similar al del Baphomet al que
supuestamente adoraban los templarios. Si aquello no era suficiente para helar
la sangre del monarca la frase que acto seguido pronuncio el enmascarado fue el
último clavo que le dio a comprender a Felipe IV que su destino estaba sellado.
—Non nobis,
Domine, non nobis. Sed Nomini Tuo Da
Gloriam.
Ese
era el lema de los caballeros templarios, a cuyo último Gran Maestre había
condenado a la hoguera meses atrás y el cual dedico sus últimas palabras y
aliento a maldecir al papa Clemente V y a él. Felipe recordó que había sido el
mismo quien puso la Sede Papal en Aviñón para tener al Sumo Pontífice más
controlado, pero había subestimado a la Orden del Temple y a su poder en la
sombra. Sin duda la muerte de Clemente no había sido causal y tampoco lo iba a
ser la suya.
—No,
no, no, lo siento… —no pudo decir más, pues aquel enmascarado le tapó la boca y
acto seguido empezó a darle cabezazos como si de un macho cabrío se tratara. Su
máscara era dura y tenía varias púas que se incrustaban en el rostro del
monarca. Felipe IV tardo un rato en perder el conocimiento por el dolor…
Los caballeros que
escoltaban al rey tardaron un rato encontrarlo, lo reconocieron por sus ropajes
pues su rostro había sido completamente destrozado. Debido a que no había
desvainado su espada y que no le habían robado ni la bolsa ni ningún objeto de
valor que llevaba encima, pensaron que se trató de una desgraciada caída del
caballo. Su cuerpo fue enterrado en la capilla de Saint –Denis, pero durante
toda ceremonia fúnebre el cetro permaneció cerrado. Ya no se le podía llamar el Hermoso.
Aunque
nadie lo supiera, esa fue la primera aparición de La Gárgola…